Los ciudadanos reclaman en todo el mundo un cambio
del modelo económico y político, lanzan mensajes con sus demandas a
través de nuevas plataformas y urgen un cambio en el ecosistema de los
medios de comunicación.
En Madrid las personas
congregadas en la puerta del Sol desde los primeros momentos del #15M
clamaban contra los medios tradicionales que, a su modo de ver, no
estaban destacando lo que sucedía en las calles. Sol se había llenado de
manera inesperada para los políticos, la Policía y… muchos periodistas.
Mientras que las protestas de la capital española ocupaban espacio en
los informativos de los principales sitios web y televisiones
tradicionales extranjeras, los medios locales apenas hacían ligeras
menciones sobre aquel fenómeno que aparecía de improviso ante sus ojos y
que incluso fue recibido por muchos comunicadores con aspereza.
Sin embargo, el movimiento consiguió una gran repercusión pública sin
que, en general, hubieran funcionado los mecanismos de mediación
comunicacional convencionales. Las antiguas élites que estaban siendo
acusadas (políticos, sindicatos, medios), los organizadores, y las
nuevas masas que protestaban, así como la propia población en general,
se empezaron a enterar de lo que pasaba en 82% por las redes sociales
frente a 33% por la televisión o a 23% por la prensa, según datos del
análisis Tecnopolítica y 15M. El mecanismo viejo de transmisión de
mensajes y movilización social no se había comportado como siempre, pero
el efecto de lo nuevo mezclado con lo viejo era muy superior.
En las primaveras árabes los movimientos sociales habían pasado también
desapercibidos para las agencias de prensa y los observadores
internacionales hasta el estallido final. Los primeros y más recientes
ecos de las manifestaciones apartidistas en Sao Paulo y resto de
ciudades brasileñas sólo fueron recogidos al principio por la prensa
local e internacional como simples “protestas por las tarifas del
transporte público”.
En Turquía ha pasado lo mismo y
las masas de indignados dieron la espalda a los políticos al igual que a
los medios de toda la vida: ninguno les había anticipado nada de lo que
se avecinaba. La gente, a falta de periodismo independiente, se ha
puesto a tuitear. El terreno está abonado con el hartazgo social y por
el silencio cómplice de diarios, radios y televisiones con la corrupción
política.
Hace pocos días leíamos en El País: “Al
concluir la protesta, el Movimiento por el Pase Libre de Sao Paulo
emitió un comunicado en Facebook, su gran medio de difusión, donde decía
(…)”. El gran medio de difusión de los brasileños no es la poderosa
Globo TV ni el popular diario Folha de Sao Paulo, es Facebook, una red
social global.
Los indignados (en una gran parte las
clases medias) han venido tomando esas redes como los nuevos medios de
comunicación y difusión de ideas y actividades, a la vez que desarrollan
una hostil actitud hacia buena parte del colectivo de la prensa
convencional, al que acusan de, como mínimo, connivencia con el poder
económico y político del cual emana la situación de crisis
contemporánea. En México, el importante movimiento #yosoy132 se inició
como contestación a la supuesta imposición mediática del candidato Peña
Nieto y su primer punto reivindicativo pide la democratización y
transformación de los medios.
Históricamente, en cada
cambio político importante, algún nuevo medio de comunicación había
acompañado y crecido con la nueva élite emergente que luchaba por
conseguir el poder. Siempre había una radio, un periódico hermanado de
algún modo con las masas reformistas o revolucionarias. Hoy ese papel
apenas es asumido por algunos periodistas individuales, pequeños medios
digitales, redes de blogs o incluso antiguos y nuevos foros utilizados
como catacumbas en las que se preparan y discuten estrategias políticas.
Las cabeceras tradicionales están en gran parte ausentes.
La labor de watchdog (vigilantes del poder), que tradicionalmente se
atribuyó a los periodistas, ha desaparecido del imaginario de los
lectores. No hay allí lugar más que para un puñado de periodistas que
aguantan como pueden su imagen de independientes, y ahora a ellos se
suman blogueros, tuiteros o redes de opinión colectiva en las que no se
distinguen con claridad las voces más significativas porque cada día hay
oportunidad para una nueva. Un problema incluso de interlocución para
el poder tradicional que no sabe con quién tiene que hablar, con quién
puede negociar, a quién intentar sobornar ya que no hay líderes. Las
aristocracias políticas y financieras están inquietas. Lo anticipan las
letras de grupos de punk rap como Los Chikos del Maíz en su canción El
miedo va a cambiar de bando. Ahora es el rap y no el rock la música de
la reivindicación.
El papel de foro de la opinión
pública y la democracia está siendo arrebatado a los pseudo-parlamentos
de tubos catódicos y los escaños de papel impreso por las nuevas élites
conectadas que se empiezan a configurar y que llevan a la calle y a las
redes la discusión política, en un nuevo espacio con tremendas
resonancias a bits e incomprendido por las élites antiguas, desplazadas
por una marea que en cada sitio adopta un color y una red social de
cabecera. Políticos, pero también periodistas, se sienten descolocados
en un mundo que les cuesta comprender. Ya lo anticipó Barlow en su
Declaración de Independencia del Ciberespacio en 1996: “Gobiernos… no
sois bienvenidos entre nosotros. No ejercéis ninguna soberanía sobre el
lugar donde nos reunimos (la Red)”.
Una idea antes
podía ser transcrita con tinta en un papel, ser un titular, o la
cubierta de un manifiesto; hoy pasa a convertirse en software y a formar
parte de un nuevo mecanismo en el que la colectividad es capaz de
mejorarla, moverla y discutirla a una velocidad que hubiera sorprendido a
Antonio Gramsci, pensador comunista cuyas ideas sobre la lucha entre
élites parecen hoy, muchas décadas después de su muerte, tan actuales.
Erdogan, primer ministro turco, hacía referencia a esta preocupación:
“Hay un problema que se llama Twitter. Allí se difunden mentiras
absolutas”. Una declaración que resume el sentir de muchos políticos,
intelectuales… y periodistas. Hace años, el punto de mira —el enemigo,
en situaciones similares— hubieran sido los medios de comunicación,
ahora son las redes sociales, lo digital, porque tienen parte del papel
que anteriormente tuvo la prensa; la opinión pública gravita sobre
ellos, como si fueran una corriente, un caudal. Y los medios, sin negar
el papel que siguen desempeñando en ocasiones, ven cómo parte de su
posición social ha menguado y está siendo también desplazada. Sus
propios trabajadores se acaban de manifestar en Estambul contra el
autoritarismo del Gobierno y la autocensura de las cabeceras para las
que escriben.
El usuario de Twitter @Paktin
sentenciaba: “Los medios turcos demostraron que ninguno es
suficientemente valiente para hacer las noticias de hoy. La historia se
está escribiendo a través de los medios sociales”.
La
prensa lleva años debatiendo cuál es su nuevo modelo de negocio,
incluso algunos se atreven a plantear una imprescindible transformación
de producto más allá de las obvias metamorfosis a las que obliga el
multimedia. La compra del Washington Post por Jeff Bezos no hace sino
agitar esta polémica. Pero… y si la cuestión básica fuera, ¿qué papel
reclama la sociedad para los medios cuando se enfada con ellos por estar
ausentes de sus cambios, de su vida? Contestando a esta última
pregunta, seguro que se halla la respuesta a las anteriores.
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